Pía, a sus indefinibles cuarenta y tantos años, con la falda negra hasta media pantorrilla y las medias grises algo arrugadas, se ve aún mayor de lo que es. Luce un abriguito café, descosido de la manga derecha. Pero en la mano, envuelto en un paliacate descolorido, encierra -temblorosa- el hallazgo premonitorio que hizo al atravesar la plaza del pueblo. Espera con ansias, en la puerta lateral de la casona curial, a que Eubolia le abra la puerta para ver a Monseñor.
- ¡Otra vez tú, Pía! ¿No sabes que a Monseñor le molestan las visitas insperadas?
- Pero, si me anuncio no me recibe, Eubolia.- Pásale... Aunque tengo órdenes de no dejar entrar a naiden, le diré a Monseñor que te metiste a fuerza.
- Gracias Eubolia. ¡Que el Santísimo te bendiga!
Pía entra desconfiada, como si fuera la primera vez, en el amplio corredor adoquinado que conduce a las estancias privadas del obispo. Encogida, como tullida sin serlo, se dispone a esperar las horas que sean, con tal de poder besar el anillo de su eminencia.
Piensa que esta vez es diferente. Ya se ha cansado de esperar el milagro que tanto aguarda de San Antonio y de Todos los Santos. Requiere una explicación urgente. El muchacho de los ojos grandes y los brazos fuertes. El de la frente sudorosa que huele a limón y a canela en rama. El de los rizos negros y brillantes. En suma, el repartidor de los botellones de agua purificada ya no la mira como antes. Lejos de arrodillarse en la salita para pedirle gentilmente su mano, arroja displicentemente el producto, cobra y se va. ¿Y la invitación a salir a tomar un helado?¿Y el anillo? ¿Y la fecha de la boda? ¡Vamos! ¿Para cuándo?
De nada sirvió que le pusiera una doble dotación de velas a Santa Marta. Tampoco que volteara al San Antonio que tiene en el pequeño altar de su recámara. Ni el velo que le bordó con tanta dedicación a la Virgen Santísima, mientras le pedía que intercediera ante Nuestro Señor y que el muchacho la pidiera en matrimonio. ¿Entonces, qué? ¿De qué sirve creer? ¿Para qué tantos años de ir a misa y confesarse? ¿Qué espera Dios para hacerle justicia? Para darle lo que quiere. Más aún, lo que necesita...
Monseñor se hace esperar. Eubolia, impaciente, regresa a sus tareas domésticas. Aún debe planchar al vapor las casullas y los manteles bordados. Tiene que preparar el chocolate y las frituras dulces.
-¡Cuánto trabajo, Dios mío! (encima esta pesada de Pía que me quita el tiempo).
-Eubolia, no se preocupe por mí, paso un momento a la capilla a rezar en lo que llega Monseñor.
-Está bien, m'hija. Vete con Dios, pues.
Pía atraviesa con paso firme el patio y se desliza en la capilla privada que se halla en penumbras. De pronto, como iluminada por una nueva esperanza, le surge una idea descabellada. Toma una custodia vacía, de un altar lateral, y la esconde entre sus ropas. Hace como que reza y vuelve en busca de Eubolia.
-Ya me voy... T'oy cansada. Además Monseñor ya se retrasó demasiado.
-Sí m'hija. De seguro anda ocupado. Ya ves que llegaron dos nuevos seminaristas que lo traen bien distraído al pobre.
-T'a bien Eubolia. Nos vemos un día de estos.
No le alcanzan los pies para regresar a casa. Entra casi corriendo y se dirige a su recámara. Con mano presurosa, en un gesto violento, arroja al suelo todas las imágenes que tiene en el altar. Sonríe levemente. ¡Cuándo se hubiera atrevido a hacer eso! Pero ahora está decidida. Si Dios Nuestro Señor, el Verbo Encarnado y todos los Santos Celestiales le negaron el milagro, ésta será su venganza. Se pasará al bando contrario de la guerra universal.
Saca la custodia de su encierro. La abre con cuidado y despliega el contenido de su pañuelo. En el lugar de la Sagrada Forma, tras el vidrio, instala el condón que halló a media plaza. Pone la custodia en el altar y se arrodilla en adoración.
-¡Ahora verán, cabrones! ¡Ya sabrán quién es Pía! ¡De qué madera está hecha esta mujer, jijos de la chingada!
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